jueves, 25 de febrero de 2016

¿DiputaciOFF?

La inteligencia nos dice que para acabar con algo primero hay que convencer de la necesidad de esa eliminación y, la verdad sea dicha, a Ciudadanos no le han puesto difícil convertir la supresión de las diputaciones en la medida estrella del ahorro económico a causa de la regeneración democrática.

El origen de las diputaciones provinciales lo encontramos en la Constitución de 1812, posteriormente, en 1833, con la delimitación territorial de Javier de Burgos, se aprueba la actual delimitación provincial con las diputaciones como su órgano de gobierno. En la transición, con la Constitución del 78, se establece que la diputación sea el organismo que debe prestar apoyo a los Ayuntamientos de las provincias, especialmente de aquellos que, por su tamaño, cuentan con menos recursos para prestar servicios a la ciudadanía. Por eso las diputaciones tienen competencias en:
·         Prestación servicios sociales: programas de empleo y formación, dependencia, apoyo a cultura y deporte, etc. que cristaliza, fundamentalmente, en la concesión de subvenciones.
·         Desarrollo y mantenimiento de infraestructuras: carreteras y nuevas infraestructuras en los municipios.
·         Cooperación jurídica y recaudación tributaria.

Sin embargo, parece evidente que, o las diputaciones no han sabido transmitir a la sociedad moderna su utilidad o, como algunos apuntan, sirven para poco o nada. Ahora que ya sabemos de qué competencias se las dotó en la Constitución del 78, vamos a analizar qué ha podido pasar para que se esté produciendo ese consenso general en torno a su eliminación:
·         Poca repercusión económica sobre la ciudadanía: las diputaciones provinciales poseen un amplio presupuesto, el conjunto ronda los 6000 millones de euros, pero de esa cuantía solo alrededor del 40% llega de facto a la gente. El resto se va, fundamentalmente, en el pago de plantillas demasiado extensas, con personal que no presta servicios directos (no hay profesorado, policía, médicos, judicatura…), y en sueldos políticos muy bien pagados.
·         Infraestructuras innecesarias: una parte importante de ese 40% se dedica a subvenciones, dependencia, asesoría, mantenimiento de carreteras… pero otra parte se dedica a la creación de nuevas infraestructuras. Hemos visto como se han realizado grandes obras cuyo resultado no ha sido el esperado o anunciado, algo que normalmente suele estar avisado por informes técnicos, pero de los que se hace caso omiso, a pesar de que su dinero cuestan, ya que muchas veces se encargan a empresas externas. Las diputaciones se convirtieron en un impulsor más de la cultura del ladrillo, por lo que se ha generado un exceso de infraestructuras, muchas infrautilizadas cuando no ilegales, que han degradado los espacios, y cuya ejecución no ha tenido coste político para sus promotores pero sí ha generado un paso de capital público a manos privadas. Y sí, España está llena de aeropuertos de Castellón.
·         Corrupción: la vinculación con el negocio del ladrillo ha conllevado, en muchos casos, una relación con el poder económico a espaldas de la ciudadanía que ha generado “sobres por debajo”. Los ejemplo más claros son los de Carlos Fabra en Castellón y Baltar en Orense; pero lo importante es que la opacidad de las diputaciones son el caldo de cultivo perfecto para generar redes clientelares.
·         Déficit democrático: los cargos públicos no son elegidos directamente por la ciudadanía, por lo que, salvo excepciones, no se rinden cuentas habitualmente. Además, existe la paradoja de que, pese a que la acción de las diputaciones tiene más relevancia en los municipios más pequeños, la mayor parte de los diputados procede de los municipios de mayor tamaño, y la mayoría de las veces los presidentes de la diputación son concejales de las grandes ciudades, que no necesitan de la diputación para nada. Las diputaciones se han convertido en un mercado de puestos; en los partidos tienen más fuerza las agrupaciones de municipios más grandes, cuando son los concejales de los municipios más pequeños los que más conocimiento tienen de las necesidades de sus localidades.
·         Mala prestación de servicios: el hecho de ser organismos tan sobredimensionados ha generado una excesiva burocratización en la prestación de servicios y en muchas ocasiones los ayuntamientos acaban asumiendo los gastos de los servicios que prestan por no enfrentarse a la maquinaria burocrática sin saber si finalmente tendrán esa concesión.
·         Son herramientas de poder político: su opacidad las hace idóneas para el “enchufismo” y el mercadeo de puestos, como acabamos de señalar. Pero además, se permite repartir el dinero con una lógica partidista, en vez de con una lógica de buenas prácticas, beneficiando así a los ayuntamientos de los partidos más fuertes.

A tenor de lo mencionado, es necesario buscar alternativas que, de una manera más eficaz, transparente y colaborativa puedan desempeñar las funciones que deberían realizar las diputaciones provinciales. Necesitamos un modelo más sostenible de prestación de servicios que debe encuadrarse en el marco de una amplia y profunda reforma de la administración donde, entre otras cosas, se eliminen las duplicidades, se produzca una segunda descentralización de competencias y se aborde, de una vez por todas, el problema de la financiación de las entidades locales (que tanto ha tenido que ver en la fiebre urbanística y por ende en la crisis actual). Y todo sin olvidar que la única garantía de que las instituciones funcionen es aumentar el poder de decisión y, por lo tanto, de influencia de la ciudadanía.

En una época que ha constado la desconexión existente entre la calle y los representantes institucionales, no resulta muy difícil convertir a las diputaciones, ya de por sí percibidas por un amplio sector de la población que procede del mundo urbano como una institución que solo vale para arreglar carreteras, en el origen de todos los males por el mal funcionamiento que de éstas se ha hecho. Pero no caigamos en la trampa, éste no puede ser el argumento que justifique su desaparición: los casos de corrupción que están ensuciando nuestra democracia no pueden ser el argumento que exija acabar con ésta.

Por eso proponemos dos alternativas:
·         Transformación de las diputaciones provinciales siguiendo el modelo de las diputaciones forales: dotar de más competencias a la diputación, incluyendo capacidad tributaria para autofinanciarse, y convertirlas en organismos con elección directa de sus cargos y, por lo tanto, aumentar el control ciudadano sobre éstas. Esto no supondría un cambio en la percepción del ciudadano sobre el área de influencia de la diputación, ya que las provincias están completamente asumidas, pero siguen sin conseguir una interacción regular del representante con el ciudadano, ni siquiera con los ayuntamientos, lo que puede no cambiar el sentimiento de lejanía y puede seguir sin solucionar los problemas más cotidianos.
·         Comarcalización: generar un entramado de gestión basado en el establecimiento de lazos de proximidad, de relación entre municipios, de homogeneidad del entorno que permita un mayor contacto con las necesidades del territorio, puesto que alcaldes y concejales tendrían más poder de decisión para actuar con más eficacia en el camino de la cohesión social y de la generación de dinamismo económico. Lógicamente esto daría más fuerza a las cabeceras de comarca y generaría un progresivo vaciamiento de las competencias de las diputaciones, caminando hacia su desaparición. Para nosotros es la opción más lógica porque acerca la gestión a la ciudadanía; de hecho, la Ley de Régimen Local de Castilla y León de 1988 ya permite a los municipios asociarse en mancomunidades con el objetivo de garantizar los servicios básicos de los vecinos, y la mayoría de los pueblos han mostrado ya su interés por esta opción, aunque esta organización haya sido desordenada y poco efectiva en términos generales.

Existen también propuestas como la fusión drástica de municipios, que es algo que obvia la realidad de distribución de la población, sobre todo en Castilla y León.

Así pues, podemos decir que estamos de acuerdo en la desaparición de las diputaciones, siempre y cuando la alternativa sea más democrática y cercana a la ciudadanía. Los números gordos no nos valen, la economía sabe hablar de déficits y superávits, pero no de vertebración del territorio ni cohesión social. Por eso, cuando hablamos de descentralización de competencias tampoco hablamos de que las actuales competencias de las diputaciones pasen a las comunidades autónomas sino a los municipios. Cuanto más lejos están las instituciones de las personas menos personas son éstas y más cuentas de resultados. En una comunidad autónoma como Castilla y León, con 2248 municipios, el contacto cotidiano con los problemas de las personas será todavía más complejo de lo que resulta en el sistema actual, máxime si tenemos en cuenta que solo 35 municipios superan los 5000 habitantes. En el mejor de los casos podemos esperar que los municipios grandes se coman a los más pequeños.

Permítannos el escepticismo, pero ante el firme propósito de la eliminación de las diputaciones no se han presentado más que vagas alternativas como el sonoro nombre “consejo de alcaldes”, y la experiencia de los municipios pequeños con las instituciones grandes, en Castilla y León con la gestión de las Unidades Básicas de Ordenación y Servicios del Territorio, y a nivel estatal con la Ley de Sostenibilidad y Racionalización de la Administración Local, popularmente conocida como Ley Montoro, nos da señales de que lo que quieren los grandes para los pequeños es su desaparición porque suponen más problemas, gastos y quebraderos de cabeza que beneficios.

Por eso tengamos muy claro, mundo urbanita, que cuando hablamos de nuestros pueblos y los órganos institucionales que les sirven de apoyo, la sostenibilidad que tenemos que valorar no es la económica, sino la social. Y tengamos también claro que, cuando hablamos de pueblos, hablamos de los municipios del medio rural, no de la grieta que ha aprovechado el mundo urbano para desarrollarse a costa del presupuesto de los pequeños municipios.

Parece evidente que, pese a que las diputaciones provinciales no están diseñadas para ser todo lo eficaces que deberían ser, mientras existan se las puede sacar partido. Así que nada justifica el inmovilismo de los cargos públicos que ven en ese sillón poco más que un sueldo fijo todos los meses: son lugares desde los que se pueden impulsar proyectos innovadores sobre el territorio que fomenten un cierto crecimiento y fijación de población, pero para ello hay que tener voluntad y conocimiento del entorno.




Virginia Hernández
Juan Francisco Rodríguez

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