jueves, 23 de abril de 2020

El retorno de los olvidados


Durante gran parte de mi vida me pregunté donde estaba la clase obrera de la que tanto me habían hablado de pequeño y de la que, por pura curiosidad, empecé a leer en los libros al final de mi adolescencia. Algo que me sirvió para debatir con algunos amigos y compañeros de carrera en su momento, pero que, fuera de ese contexto, no encajaba con la realidad que veía. Por ello siempre me preguntaba ¿Dónde están?, efectivamente, estar estábamos, pero necesitábamos recordar quiénes somos y de dónde venimos.  

Si hace unos años, justo antes de la crisis del 2008, preguntabas a una persona de que clase se sentía, automáticamente, salvando algún grupo de irreductibles, te decía clase media, ya fuera un médico, un albañil, un mecánico o el jefe del taller, cuando 20 años antes los trabajadores estaban parando fabricas y plantándose contra la reconversión de la industria que era el sector más importante en el país.

Posiblemente aquellas huelgas triunfaron en el momento pero era difícil mantener el pulso en el futuro. La cuestión es que, al final, aquella masa de trabajadores que se aglutinaban en torno a la producción industrial y que tenían un sentimiento de identidad colectivo se fue disgregando fruto de la tercearización de la economía y de la pérdida de fuerza de la Industria, que también significó una progresiva ineficiencia de los movimientos sindicales a la hora de afrontar los grandes cambios económicos y laborales, posiblemente porque al cambiar la sociedad no supieron amoldarse.

Esta tercearización estaba relacionada con la globalización, lo que implicaba que la economía iba poco a poco a rebasar las fronteras y los límites nacionales, o lo que es lo mismo, que las grandes decisiones económicas se alejaban de los países y escapaban por lo tanto al poder político, más allá de determinados ajustes que no suponen un gran cambio. Supone, por lo tanto, entregar la soberanía económica a órganos supranacionales que no están controlados por los ciudadanos.

Paralelamente a esto también la clase obrera perdió su identidad, nos empezaron a convencer de que todos éramos clase media, al fin y al cabo las grandes conquistas del pasado habían conseguido una serie de derechos que homogeneizaban la situación socioeconómica y donde prácticamente todo el mundo tenía opción de tener un piso, un coche y una casa en la sierra.

Una vez puesto en marcha esto, y por lo tanto, entregada a fuerza externas la organización económica, las grandes diferencias entre los partidos se redujeron y pasaron a ser de índole exclusivamente cultural, centrándose en los reclamos de identidad sexual, de género, nacionalista… temas que habían estado en una segunda posición y de pronto se ponían de relieve. Esto tuvo unos efectos positivos pues se avanzó en derechos que hasta entonces no se consideraban importantes. Pero se centró la política en el debate cultural y nos olvidándonos de la parte económica, y desligar diferentes identidades de la raíz económica que genera la desigualdad provoca la división de una masa social que compartía una problemática común.

No fue, probablemente hasta el estallido de la crisis de 2008, y  sobre todo a partir del 2011,  cuando eso se rompe, cuando una sociedad que había mirado al futuro de forma entusiasta ve truncadas sus aspiraciones y ve cómo aquello que no se ponía en cuestión, como es la economía, es lo que generó la situación de malestar.

El problema surge cuando el sistema político no da alternativa. Nadie con fuerza en los gobiernos  ofrecía un proyecto con garantías, en parte por agotamiento y descrédito, en parte por el yugo de la UE. Todo ello deriva en una fuerte frustración que se transforma en indignación y estalla en el famoso 15-M abriendo un ciclo de impugnación del sistema que se cierra con la ruptura del bipartidismo y la entrada en las instituciones de un partido, como es PODEMOS, en un principio como canalizador de la protesta, pero con fuerte "filosofía" progresista en su base. Pero en realidad, en todo este proceso, lo que ha ocurrido es una vuelta de la sociedad al debate económico, a las relaciones entre el capital y el trabajo. Y por lo tanto, un cuestionamiento de la clase media que ya no representa a tanta población, pues muchos se han caído de ella. La pregunta es ¿a dónde? Pues a engrosar las filas de la clase obrera, ya sea por motivos económicos, o por  de recuperación de esa identidad.

En el momento de crisis actual, dónde una pandemia ha generado la caída de la economía, hace que muchos miremos con miedo a la crisis del 2008 y a las políticas de austeridad que se tomaron. Pero ni las circunstancias  internacionales son las mismas ni los propios partidos de izquierda son los mismos. Los debates económicos son de gran calado, incluso dentro del propio gobierno del país, algo que en el 2008 era impensable.

Estos debates tienen dos posturas.

- La primera sigue una línea de tradición liberal, o de ortodoxia económica, en sintonía con las políticas que triunfaron en los 90 y que se impusieron cómo fórmula para solucionar la última crisis, de la cual fueron causa, suponiendo un gran drama social para las capas bajas de la sociedad en muchos países de la periferia europea, en beneficio, por supuesto, de las más altas.

-La segunda, por su parte, enlaza con la tradición de esa izquierda de los años 80, con una fuerte identidad de clase y un fuerte contenido ideológico. Los miembros que representan en esta corriente fueron miembros de las protestas "anti-austeridad" del 2011 pero son hijos de la tradición obrerista que ha conseguido tantos éxitos para la gente de abajo.

Que esos ministros y secretarios de estado estén hoy ahí es fruto de la recuperación de la identidad de clase surgida como consecuencia del fracaso del modelo económico de la última década del siglo XX y principios del XXI. Se trata de un hecho que puede marcar la gran diferencia en esta crisis, pues fueron parte de la contestación social de la pasada y forman parte de esa gran masa "repolitizada" que recupera el sentimiento de clase perdido. 

Los debates y las propuestas están volviendo a ser de profundidad, posiblemente porque la crisis que estamos atravesando lo requiera, pero eso deriva en fuertes tensiones sociales y en constantes intentos por desestabilizar el gobierno. Hay que tener presente la fuerza que tenemos, tanto en las instituciones, como en la calle, pero sobre todo de donde venimos, y aunque creamos que podemos conseguir más, yo pediría, esa conciencia de clase en el momento actual, porque si sale bien todos nos vamos a beneficiar.

jueves, 2 de abril de 2020

De aquellos polvos...


En todo el “jaleo” mediático surgido en torno al coronavirus a veces se olvida, posiblemente intencionadamente,  el “por qué” estamos confinados en nuestras viviendas: para que no colapse el sistema sanitario.

Todos los gobiernos del mundo desarrollado están teniendo que realizar medidas de contención y protocolos para evitar una propagación muy rápida del virus. Medidas cuya “filosofía” puede ser la acertada pero que a veces tienen una normativa imprecisa, carecen de recursos o debían haberse realizado antes.

El problema surge cuando, esto, que no es más que la punta del iceberg, ocupa las tertulias, artículos de opinión e informativos de los principales medios de comunicación, obviando una realidad que va mucho más allá y que puede llegar a explicar mejor la coyuntura actual.

No se habla de la situación de la sanidad, una de las claves del momento, cuando según la organización mundial de la salud deberíamos tener entre 800 y 1000 camas hospitalarias  por cada 100.000 habitantes y, según los últimos datos de Eurostat, tenemos 297. En el mismo sentido, según datos de la OCDE, España solo tiene 5,74 profesionales de enfermería por cada mil habitantes, mientras que Alemania o Francia rondan los 10 por mil, lo que supone 1,5 enfermeros por doctor, cuando en la media de la UE es de 2,7.

No nos podemos olvidar tampoco de la falta de material sanitario, de cómo en España hemos tenido que comprar recursos en unas redes internacionales actualmente saturadas, dónde domina la especulación. Mientras nuestros suministradores tradicionales, Alemania o Francia, con excedentes, han prohibido la venta saltándose, una vez más, toda idea de “solidaridad europea”. Todo esto sin ser capaces nosotros de producir fruto de la política de “reconversión” industrial de los años 80 que  nos convirtió en consumidores de los países centrales de Europa, los que ahora nos niegan la ayuda.