La
inteligencia nos dice que para acabar con algo primero hay que convencer de la
necesidad de esa eliminación y, la verdad sea dicha, a Ciudadanos no le han
puesto difícil convertir la supresión de las diputaciones en la medida estrella
del ahorro económico a causa de la regeneración democrática.
El
origen de las diputaciones provinciales lo encontramos en la Constitución de
1812, posteriormente, en 1833, con la delimitación territorial de Javier de
Burgos, se aprueba la actual delimitación provincial con las diputaciones como
su órgano de gobierno. En la transición, con la Constitución del 78, se
establece que la diputación sea el organismo que debe prestar apoyo a los
Ayuntamientos de las provincias, especialmente de aquellos que, por su tamaño, cuentan
con menos recursos para prestar servicios a la ciudadanía. Por eso las
diputaciones tienen competencias en:
·
Prestación
servicios sociales: programas de empleo y formación,
dependencia, apoyo a cultura y deporte, etc. que cristaliza, fundamentalmente,
en la concesión de subvenciones.
·
Desarrollo
y mantenimiento de infraestructuras: carreteras y nuevas
infraestructuras en los municipios.
·
Cooperación
jurídica y recaudación tributaria.
Sin
embargo, parece evidente que, o las diputaciones no han sabido transmitir a la
sociedad moderna su utilidad o, como algunos apuntan, sirven para poco o nada. Ahora
que ya sabemos de qué competencias se las dotó en la Constitución del 78, vamos
a analizar qué ha podido pasar para que se esté produciendo ese consenso
general en torno a su eliminación:
·
Poca
repercusión económica sobre la ciudadanía: las
diputaciones provinciales poseen un amplio presupuesto, el conjunto ronda los 6000
millones de euros, pero de esa cuantía solo alrededor del 40% llega de facto a
la gente. El resto se va, fundamentalmente, en el pago de plantillas demasiado
extensas, con personal que no presta servicios directos (no hay profesorado, policía,
médicos, judicatura…), y en sueldos políticos muy bien pagados.
·
Infraestructuras
innecesarias: una parte importante de ese 40% se
dedica a subvenciones, dependencia, asesoría, mantenimiento de carreteras… pero
otra parte se dedica a la creación de nuevas infraestructuras. Hemos visto como
se han realizado grandes obras cuyo resultado no ha sido el esperado o
anunciado, algo que normalmente suele estar avisado por informes técnicos, pero
de los que se hace caso omiso, a pesar de que su dinero cuestan, ya que muchas
veces se encargan a empresas externas. Las diputaciones se convirtieron en un
impulsor más de la cultura del ladrillo, por lo que se ha generado un exceso de
infraestructuras, muchas infrautilizadas cuando no ilegales, que han degradado
los espacios, y cuya ejecución no ha tenido coste político para sus promotores pero
sí ha generado un paso de capital público a manos privadas. Y sí, España está
llena de aeropuertos de Castellón.
·
Corrupción:
la vinculación con el negocio del ladrillo ha conllevado, en muchos casos, una
relación con el poder económico a espaldas de la ciudadanía que ha generado
“sobres por debajo”. Los ejemplo más claros son los de Carlos Fabra en
Castellón y Baltar en Orense; pero lo importante es que la opacidad de las
diputaciones son el caldo de cultivo perfecto para generar redes clientelares.
·
Déficit
democrático: los cargos públicos no son elegidos
directamente por la ciudadanía, por lo que, salvo excepciones, no se rinden cuentas
habitualmente. Además, existe la paradoja de que, pese a que la acción de las
diputaciones tiene más relevancia en los municipios más pequeños, la mayor
parte de los diputados procede de los municipios de mayor tamaño, y la mayoría
de las veces los presidentes de la diputación son concejales de las grandes
ciudades, que no necesitan de la diputación para nada. Las diputaciones se han
convertido en un mercado de puestos; en los partidos tienen más fuerza las
agrupaciones de municipios más grandes, cuando son los concejales de los
municipios más pequeños los que más conocimiento tienen de las necesidades de
sus localidades.
·
Mala
prestación de servicios: el hecho de ser organismos tan
sobredimensionados ha generado una excesiva burocratización en la prestación de
servicios y en muchas ocasiones los ayuntamientos acaban asumiendo los gastos
de los servicios que prestan por no enfrentarse a la maquinaria burocrática sin
saber si finalmente tendrán esa concesión.
·
Son
herramientas de poder político: su opacidad las hace
idóneas para el “enchufismo” y el mercadeo de puestos, como acabamos de señalar.
Pero además, se permite repartir el dinero con una lógica partidista, en vez de
con una lógica de buenas prácticas, beneficiando así a los ayuntamientos de los
partidos más fuertes.
A
tenor de lo mencionado, es necesario buscar alternativas que, de una manera más
eficaz, transparente y colaborativa puedan desempeñar las funciones que
deberían realizar las diputaciones provinciales. Necesitamos un modelo más
sostenible de prestación de servicios que debe encuadrarse en el marco de una
amplia y profunda reforma de la administración donde, entre otras cosas, se
eliminen las duplicidades, se produzca una segunda descentralización de
competencias y se aborde, de una vez por todas, el problema de la financiación
de las entidades locales (que tanto ha tenido que ver en la fiebre urbanística
y por ende en la crisis actual). Y todo sin olvidar que la única garantía de
que las instituciones funcionen es aumentar el poder de decisión y, por lo
tanto, de influencia de la ciudadanía.
En
una época que ha constado la desconexión existente entre la calle y los
representantes institucionales, no resulta muy difícil convertir a las
diputaciones, ya de por sí percibidas por un amplio sector de la población que
procede del mundo urbano como una institución que solo vale para arreglar
carreteras, en el origen de todos los males por el mal funcionamiento que de
éstas se ha hecho. Pero no caigamos en la trampa, éste no puede ser el
argumento que justifique su desaparición: los casos de corrupción que están ensuciando
nuestra democracia no pueden ser el argumento que exija acabar con ésta.
Por
eso proponemos dos alternativas:
·
Transformación
de las diputaciones provinciales siguiendo el modelo de las diputaciones
forales: dotar de más competencias a la diputación,
incluyendo capacidad tributaria para autofinanciarse, y convertirlas en organismos
con elección directa de sus cargos y, por lo tanto, aumentar el control
ciudadano sobre éstas. Esto no supondría un cambio en la percepción del
ciudadano sobre el área de influencia de la diputación, ya que las provincias están
completamente asumidas, pero siguen sin conseguir una interacción regular del
representante con el ciudadano, ni siquiera con los ayuntamientos, lo que puede
no cambiar el sentimiento de lejanía y puede seguir sin solucionar los
problemas más cotidianos.
·
Comarcalización:
generar un entramado de gestión basado en el establecimiento de lazos de
proximidad, de relación entre municipios, de homogeneidad del entorno que permita
un mayor contacto con las necesidades del territorio, puesto que alcaldes y
concejales tendrían más poder de decisión para actuar con más eficacia en el
camino de la cohesión social y de la generación de dinamismo económico.
Lógicamente esto daría más fuerza a las cabeceras de comarca y generaría un
progresivo vaciamiento de las competencias de las diputaciones, caminando hacia
su desaparición. Para nosotros es la opción más lógica porque acerca la gestión
a la ciudadanía; de hecho, la Ley de Régimen Local de Castilla y León de 1988
ya permite a los municipios asociarse en mancomunidades con el objetivo de
garantizar los servicios básicos de los vecinos, y la mayoría de los pueblos
han mostrado ya su interés por esta opción, aunque esta organización haya sido desordenada
y poco efectiva en términos generales.
Existen
también propuestas como la fusión drástica de municipios, que es algo que obvia
la realidad de distribución de la población, sobre todo en Castilla y León.
Así
pues, podemos decir que estamos de acuerdo en la desaparición de las
diputaciones, siempre y cuando la alternativa sea más democrática y cercana a
la ciudadanía. Los números gordos no nos valen, la economía sabe hablar de
déficits y superávits, pero no de vertebración del territorio ni cohesión
social. Por eso, cuando hablamos de descentralización de competencias tampoco
hablamos de que las actuales competencias de las diputaciones pasen a las
comunidades autónomas sino a los municipios. Cuanto más lejos están las
instituciones de las personas menos personas son éstas y más cuentas de
resultados. En una comunidad autónoma como Castilla y León, con 2248 municipios,
el contacto cotidiano con los problemas de las personas será todavía más
complejo de lo que resulta en el sistema actual, máxime si tenemos en cuenta
que solo 35 municipios superan los 5000 habitantes. En el mejor de los casos
podemos esperar que los municipios grandes se coman a los más pequeños.
Permítannos
el escepticismo, pero ante el firme propósito de la eliminación de las
diputaciones no se han presentado más que vagas alternativas como el sonoro
nombre “consejo de alcaldes”, y la experiencia de los municipios pequeños con
las instituciones grandes, en Castilla y León con la gestión de las Unidades
Básicas de Ordenación y Servicios del Territorio, y a nivel estatal con la Ley
de Sostenibilidad y Racionalización de la Administración Local, popularmente
conocida como Ley Montoro, nos da señales de que lo que quieren los grandes
para los pequeños es su desaparición porque suponen más problemas, gastos y
quebraderos de cabeza que beneficios.
Por
eso tengamos muy claro, mundo urbanita, que cuando hablamos de nuestros pueblos
y los órganos institucionales que les sirven de apoyo, la sostenibilidad que
tenemos que valorar no es la económica, sino la social. Y tengamos también
claro que, cuando hablamos de pueblos, hablamos de los municipios del medio rural,
no de la grieta que ha aprovechado el mundo urbano para desarrollarse a costa
del presupuesto de los pequeños municipios.
Parece
evidente que, pese a que las diputaciones provinciales no están diseñadas para
ser todo lo eficaces que deberían ser, mientras existan se las puede sacar
partido. Así que nada justifica el inmovilismo de los cargos públicos que ven
en ese sillón poco más que un sueldo fijo todos los meses: son lugares desde
los que se pueden impulsar proyectos innovadores sobre el territorio que
fomenten un cierto crecimiento y fijación de población, pero para ello hay que
tener voluntad y conocimiento del entorno.
Virginia Hernández
Juan Francisco Rodríguez
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